-Contigo no me voy, eres gorda!!.
Sorprendida y asustada me quedé. Pesaba
menos que mi amiga y era más alta. Me hundió en la miseria. El ahogo me lleno
la garganta de lágrimas. No pude resistirlas.
El espejo era mi canalla. Cada vez me decía
lo mismo.
-Estas gorda y fea.
El cuarto de baño era mi habitación. Mi cama
un suplicio y la calle el infierno. No entraba nada que no fuera a
salir de mi cuerpo. Fuera lo que fuera. Delante de los demás me juré que nunca
me notarían nada. Salvo que me
verían más delgada y guapa cada día. Los días y semanas pasaron y el malaje
de aquel espejo no tenía otra palabra en su boca. Gorda. Me encerraba en el
aseo. Y hacia lo que fuera para sacar de mi cuerpo todo. Absolutamente todo.
Y el día llegó. Me caí al suelo en la puerta
del colegio. Me desperté en el hospital. Llena de tubos y rodeada de médicos.
Abrí los ojos y grité de miedo.
Me dijo una médico al oído, casi en un
susurro, que estaba bien. Que ella me mimaría. Y que ahora descansara.
Cuando abrí los ojos de nuevo, mi madre
estaba a mi lado. Con ojos de amor. Me llenó de besos. Besos y abrazos. Y me
dijo tu eres muy especial, eres mi princesa, mi hija, y eres la reina de mi
universo. Vamos a poder.
Decidí decirle a mi madre qué es lo que
había hecho para que ella me explicara por qué. Solo me dijo que me enseñaría a
mirarme con la misma verdad con la que ella lo hacía. Una mirada de complicidad
surgió entre mosotras.
Fue el principio de mi nueva vida, el camino
que nunca debí abandonar.
Fue el principio de una nueva vida
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