Ocurría
solo una vez al año. Pero el hecho de tener que ir a ver a su madre le producía una ansiedad
agotadora y aterradora. Parecía que en el fondo de su ser no quisiera ir a
verla. Conforme se acercaba los meses más se enfadaba. Le cambiaba el carácter.
No podía concentrarse en nada. Ni trabajo, ni familia.
Y
no digamos la última semana. Una angustia total. No podía dormir; conciliar el
sueño ni con pastillas. Se le caían las cosas de las manos, no entraba la llave
en la puerta. Se equivocada de despacho. Y que no tuviera algún juicio el día
anterior. Eso sí que no. Era capaz de cambiar el puesto por una semana entera
en el turno de oficio. Sería capaz de meter a su defendido en la cárcel siendo
inocente.
Las
fiestas ¿Qué fiestas? En el mes anterior no le entraba ni un cacahuete.
Creía
que era algo malo. Pero no. Era miedo. Y qué miedo. ¡Pánico!
Al
fin llego el día de la partida. Quería que todo ocurriera en un segundo. Pero ese
segundo parecía todo un año completo desde la última vez. Ese segundo pasaba
tan lento que recordaba todo lo ya vivido durante ese tiempo.
Y
llegó a casa de su madre. Y la primera palabra que tenía hacia ella siempre la
misma, mamá la última vez que vuelo.
Por
fin pisó la tierra. Uf.
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