Abres el buzón y la encuentras. Y mira que
lo sabías. Sabias que en algún momento te llegaría esa carta. Blanca.
Inmaculada. Con su letra inconfundible. Con el sello y el matasellos de
siempre.
La coges y la abres con mucho cuidado, como si
no quisieras hacerlo. Sabes lo que dice pero no quieres leerlo. Sacas muy
despacio ese papel blanco, y notas algo extraño. Te das cuenta que algo hay pero
que no debe estar ahí. Tomas el sobre de nuevo, le das la vuelta y sí. Esta
todo bien. Es su letra, esta tu dirección. El sello, todo bien.
En ese momento te fijas y el matasellos no
es de donde debe ser. No es posible. Esa carta viene de la otra parte del
mundo. No puede ser. Que hace élla allí? Porque está allí. Con las ganas que
antes no tenías devoras la hoja escrita, sus letras se pierden en un laberinto
en tu mente, se esconden en el mar que cae de tus ojos. Dejas de jugar a no
querer seguir. La realidad de lo que estás leyendo hace que tu vida cambie por
segundos.
Te está diciendo que está muerto. Y que esa
carta te la manda su amiga. Tu vida se rompe en un estallido de cristal de
millones de pedazos. El frío del filo del papel te corta por dentro. Rezas a todos los dioses que no te responden.
Todo se acabó.
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