Alguien puso en mí unas letras con sentido.
No había muchas pero eran bonitas. Las colocaron en mis caras blancas.
Inmaculadas y recién llegadas de los árboles. Nos vistieron de seda de colores
y nos colocaron en las maderas, donde habían más como yo.
En algún momento me cogieron unas manos y
empezaron a pasar mis caras muy lentamente viendo en sus ojos como recorrían
mis historias. Se veía la alegría que transmitían mis letras. Pase por muchas
manos e hice felices a muchos, pero un día me dejaron en una mesa. Pasó el
tiempo y un vestido nuevo cayó sobre mí. De color gris oscuro, feo y olía a
húmedo. No me gustaba nada.
Antes sí que me daba gusto pasar de mano en
mano. Viendo ojos de alegría. Viendo la luz y las lámparas. La arena del mar y
las almohadas de las camas. Los pupitres del cole. Y las mesas de los
estudiantes.
Pero en aquella mesa fea no quería estar. No
me gustaba. No había luz. No había nadie que era lo peor. La soledad no me
gustaba. Y aun no sabía que podía venir algo peor.
Un día llegó un señor con una bata azul
oscura vieja y raída, me tomó en sus manos, miró mi lomo y me colocó bajo su
brazo. Creyendo que me sacaba de nuevo a la luz me puse contento como nunca.
Volvía a la vida. Pero pronto mi alegría se tornó en la más cruda realidad.
Entró en una habitación muy grande. Nunca había visto nada más grande. Llena de
pasillos y estanterías. Cuando encendió la luz si pude ver lo que había de
verdad. Estaban todos mis amigos allí. Unos al lado de los otros.
El señor miró de nuevo mi lomo, busco un
sitio. Y allí me empujó con fuerza hasta que entré en el hueco entre El
Quijote, y El Decamerón. Se fué el señor. Apagó la luz y entonces me atreví a
preguntar al Quijote, la respuesta me hundió por completo.
Hacia
10 años que no se movía de ahí. Empecé a llorar.
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